XVI
CONCURSO LITERARIO
I.E.S.
CASTILLA
2019-2020
ACTA DEL JURADO DEL XVI CONCURSO
LITERARIO
·
1ª CATEGORÍA: 1º Y 2º ESO
Arun
Seeruttun Cezón 2º E.S.O A
·
2ª CATEGORÍA: 3º y 4º ESO.
Sara Villarino
Bellver 4º ESO B
·
3ª CATEGORÍA: BACHILLERATO.
Natalia Ruiz
Beltrán 1ªBHCS B
LO
NUNCA VISTO.
Javier se despertó
temprano, un día cualquiera, en la hermosa ciudad de Barcelona. Hacía frío y
caía alguna que otra gota de lluvia del cielo encapotado.
Tras pelearse varios
minutos con su despertador fue al baño. Al mirarse al espejo vio su cuerpo
delgado y alto y su rostro pecoso bajo una maraña de pelo; se lavó la cara y se
fue a desayunar. Tomó lo habitual, leche con cereales, ¡le encantaban!
Se vistió rápidamente y
se dirigió a la calle con su voluminoso paraguas. No llovía en ese momento,
pero la predicción meteorológica señalaba que esa tarde no sería la mejor.
Caminó lentamente para llegar a su destino. Debido a que era nuevo en la ciudad
y no la conocía muy bien, se entretuvo descubriendo algunos rincones de su
nuevo hogar. Le gustaba lo que había visto hasta entonces.
Al entrar en la
biblioteca, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo debido al drástico cambio
de temperatura. El aire acondicionado estaba demasiado fuerte. No se distrajo
mucho observando la belleza del edificio, que además era muy antiguo. Como no
quería perder más tiempo de su mañana, se dirigió directamente a la
bibliotecaria y le preguntó si tenían en depósito un libro de criaturas
fantásticas en concreto que llevaba años buscando.
Para su alegría le dijo
que sí, y lo dirigió hacia donde se encontraba el deseado libro. Javier se puso
muy contento al tenerlo entre sus manos ya que tenía ansias por leerlo desde
hacía mucho tiempo y, sobre todo, quería ver las imágenes de las criaturas
fantásticas para ver si se correspondían con las que él había imaginado.
Al abrirlo se llevó una
sorpresa increíble, ¡no había imágenes!, ni una sola. Intrigado fue en busca de
la bibliotecaria y le preguntó qué había sucedido con las ilustraciones.
-No sucede nada- dijo
la señora, es un libro especial, tan especial que su autor escribió una
misteriosa dedicatoria según la cual “nuestra imaginación es la que ve, y no
nuestros ojos”
Decepcionado, Javier se
fue a casa, pero con el libro bajo el brazo. Al parecer, había estado en la
biblioteca más de lo que pensaba, por eso estaba todo oscuro.
Los padres de Javier
estaban trabajando y no tenía hermanos, por lo que su única forma de
entretenerse esa tarde era leyendo aquel misterioso libro. Estuvo varias horas
leyéndolo y a medida que iba devorando las páginas, Javier empezó a ver cosas.
Cosas muy extrañas, cosas que nunca había visto ni él ni nadie, veía… ¡Sí!
¡Eran las criaturas que se describían a la perfección en el libro!
Javier pensaba que era
todo tonterías y que había estado demasiado tiempo leyendo, por lo que decidió
irse a dormir, aunque solo fuesen las 10 de la noche.
Al levantarse al día
siguiente, siguió con su rutina; se fue al baño, desayunó y se vistió. Esta vez
no fue a dar una vuelta por la ciudad, sino que decidió quedarse en casa porque
hacía mucho frío y llovía mucho. Sus padres estaban, cómo no, trabajando y
Javier se puso a leer el libro. En cuanto lo abrió, vio al instante las mismas
imágenes que imaginó el día anterior.
-A lo mejor tiene razón
la bibliotecaria; a lo mejor, lo que ve es verdaderamente la imaginación- se
dijo Javier a sí mismo.
Arun
Seeruttun Cezón 2º ESO A
ALERGIA
Estábamos en
primavera. Transcurría el clásico y detestable día intersemanal, el que más
largo se hace por la postración de las primeras jornadas ya cumplidas y el
desgaste mental que suponía pensar en las que quedaban hasta el añorado fin de
semana. Recluidos en un rectángulo de pared de gotelé, los minutos se antojaban
horas atrapados en una cárcel. Una en la que se tenía en cuenta si averiguabas
cuánto pagaría Mario por 35 melones y no si eras capaz de lidiar con las
emociones más intensas que te acompañarán hasta pasar a mejor vida. Y para
coronar la situación, era la clase de matemáticas. Específicamente la anterior
al examen, por lo que todos mantenían una extenuada mirada en la profesora,
quien traqueteaba la tiza contra la pizarra, produciendo un insufrible y lento
desgaste de esta. Dudo profundamente que ni a ella misma le importase lo que
estaba explicando a una congregación de camaleones.
De vez en cuando se
oía el arrastre pesado de un bolígrafo sobre el papel cuadriculado, o una pluma
para el más exquisito. Se podría decir que nuestros cuerpos estaban presentes,
pero nuestros pensamientos habían errado hasta un mundo paralelo a este. Allí
nuestra imaginación es la que ve, y no nuestros ojos. Fantaseábamos mientras
los vectores cambiaban de módulo.
De repente y sin
previo aviso, aquella lejana monotonía se vió interrumpida por la sonora caída
de un lápiz sobre el libro. El aparente estruendo me trajo de vuelta a la
sórdida realidad. Era Ángela, que lo había dejado caer como si de una bomba
atómica sobre Hiroshima se tratase. Sus dedos, habiendo interrumpido la
contínua escritura, lo soltaron sin piedad, proyectando una gota de tinta
líquida.
Aquel súbito
movimiento no era propio de una jóven tan serena y sosegada. Siempre había
mantenido una laxitud característica, aunque conservando unos ideales
inamovibles, sobre todo lo concerniente a la diplomacia. Sin embargo, habiendo
estudiado el currículum político del país, no es de extrañar que un día le
oyera decir: “Así como de la noche nace el claro día, de la opresión nace la
libertad”. No estoy segura de si nació de sus ideales o lo leyó en Instagram.
El caso es que,
después de la caída libre del lápiz, su cara sufrió el mismo destino que una
servilleta después de comer. Su nariz se contrajo, llevando el labio hacia
arriba y dejando entrever los soportes. Asimismo, sus mejillas rosadas se
pusieron en pie, presionando el párpado inferior, vetando a sus pupilas de
admirar los vectores con ayuda del superior. Al mismo tiempo, los inicios de
las boscosas cejas se derrumbaron a la altura de las pestañas. Ambas perdieron
su curvatura natural y dibujaron una tensa línea recta sobre los ojos. Esa
expresión se encontraba en el punto medio entre la repugnancia a las vísceras y
la perplejidad de un problema matemático arduo. Me recordó a un niño viendo el
ósculo de dos amados. Y todo pasó en menos de un segundo.
En el siguiente
segundo su cuerpo, encorvado por la mala postura adquirida al escribir a lo
largo de la ESO, se recompuso, echando las asentaderas hacia atrás, juntando
las piernas y dirigiendo su pecho hacia delante. Su figura, normalmente
relajada, adquirió una postura rígida, dando la sensación de que se fuera a
levantar en cualquier momento. Se asemejaba a la señorita Rottenmeier.
En el transcurso del tercer segundo sus
pulmones se insuflaron cual aerostato de los felices veinte. Fue asaz repentino
y produjo una sonora inhalación que disparó un sordo eco a las ocho esquinas de
la clase.
Después de la breve
inspiración se hizo el silencio durante un instante, que fue largo y en el cual
la tensión se podía cortar con un cuchillo. Fue crucial, pues se podía percibir
la inminencia del acontecimiento pero no alcanzaba el tiempo para hacer nada al
respecto.
La observé fijamente y noté cómo una
corriente eléctrica le recorrió la espalda hasta alcanzarle la garganta, desde
donde una mezcla de saliva, flema y aire fue propulsada por la boca, cogiendo
prestada la fuerza del abdomen, que se contrajo y endureció sin piedad. Sus
manos corrieron a encontrarse con la boca, llegando in extremis.
-¡Achís! -exclamó.
-Salud -contesté.
Sara Villarino Bellver 4º ESO B
EL
SOBRE
Sintió el suelo subir
lentamente y, tras un pequeño rebote, paró. Oyó el tradicional pitido agudo y
bajó del ascensor.
Caminó con paso
decidido por el suelo de mármol blanco veteado, que había sido encerado aquella
mañana y le devolvía su reflejo. Se observó la mata de pelo que llevaba peinado
hacia atrás y vió en aquel gris claro las memorias de los años vividos. Sacudió
la cabeza, se aflojó el nudo de la corbata y se dirigió hacia la máquina de
café para continuar con el ritual matutino. Cappuccino sin azúcar que él
endulzaba con la pequeña petaca de cobre aguado del bolsillo interior de su
traje. Se le dibujó una sonrisa socarrona al darse cuenta de su pequeña y
poética metáfora para referirse a aquel horrible pero inevitable hábito suyo.
Me estoy volviendo un sensiblero, pensó para sí, y se dirigió con un café en
cada mano a la mesa de su secretaria.
La saludó como de
costumbre, le entregó el segundo café y se aseguró de preguntar por su familia
y por su día, porque era conveniente tenerla contenta. Entró a su despacho, se
sentó en aquella silla negra con ruedas que su mujer insistía en que usara
porque ayudaría a mejorar su postura, pero él no aguantaba aquella silla, ni a
su mujer. Sorbió su café en silencio y rogó a Dios para que aquel día fuera un
día tranquilo. Él no creía en Dios. Corrección, no estaba seguro de que Dios
existiera. Sin embargo, “creer” en Él era útil, le ayudaba a congeniarse con
gente importante y siempre es mejor prevenir que curar. Se removió, incómodo,
se aflojó la corbata y trató de quitarse estos pensamientos de la cabeza. Hoy
estaba extrañamente ausente, sus pensamientos resonaban con especial
persistencia y no sabía por qué.
Estuvo allí sentado un
par de horas hasta que el sonido de su móvil le sobresaltó, era su hijo que le
llamaba. Un maldito músico, él esperaba algo más, un abogado quizás o un
empresario ¡pero un músico! Era el hazmerreír de la oficina. Ni siquiera
cantaba muy bien, pero dejó que su hijo siguiera con su “carrera”, aunque en el
fondo esperaba que solo fuera una fase, una fase que costeaba, puesto que no
estaba precisamente falto de dinero. Suspiró exasperado y se despidió de su
hijo sin haberse enterado de nada de lo que este había dicho.
Alzó su mano y miró su
reloj, las dos y media. Chasqueó la
lengua y se dio una palmada en las rodillas antes de levantarse de su
silla negra. Se dirigió hacia su puerta, saludó de nuevo a su secretaria, se
encaminó hacia el ascensor, pulsó el botón, pensó en qué comería hoy. Mierda,
se había olvidado del sobre. Cuando llegó a la planta baja pulso el botón para
cerrar las puertas y alzó la mano en gesto de disculpa al joven trajeado que se
acercaba corriendo con intención de subir al habitáculo, llegó a su despacho y
sonriendo a su secretaria al entrar por las puertas de cristal se dirigió hacia
su escritorio. Abrió el cajón con impaciencia y cogió un sobre sin mirar,
arrugándolo por la prisa. Cogió también su pequeña libreta negra y, a la vez
que se encaminó hacia el ascensor, garabateó un nombre descuidadamente.
No podía entretenerse
mucho, de lo contrario perdería su reserva en aquel restaurante que le gustaba.
Tenía que entregar aquel sobre y redactar unos informes urgentes y preparar un
presupuesto para la reunión del lunes y comprarle un regalo de cumpleaños a su
mujer y la reunión de las ocho. Resopló y se aflojó el nudo de la corbata. Bajó
del ascensor, se acercó al escritorio que presidía aquel gran espacio lleno de
cubículos de cristal, preguntó por el nombre que había apuntado en su cuaderno
y se dirigió hacia donde le habían indicado con zancadas ligeras.
Entró a la pequeña
oficina donde reconoció al joven de melena oscura y cara inexperta al que había
cerrado el ascensor, se presentó, charló distraídamente sobre el trabajo y el
tiempo y, finalmente, entregó el sobre blanco ligeramente doblado y se marchó.
Por fin cuando la
jornada hubo terminado, apagó su ordenador y cogió su áspero abrigo gris, se
marchó feliz puesto que había tomado un par de tragos de su petaca, pero esta
vez sin café. Llegó recibido por las luces azules y rojas brillando
intermitentes en medio de la oscuridad nocturna, subió a su casa y se encaminó
a saludar a su esposa pero fue, en cambio, recibido por dos agentes de policía.
Miró primero a uno y después al otro, y preguntó que qué había hecho esta vez
su hijo, pero recibió miradas desaprobadoras como repuesta.
Metido en el asiento
trasero del coche de policía notó su bolsillo trasero vibrar. Cogió su móvil
con ambas manos temblorosas y abrió la aplicación de mensajes.
“Luis, sé fuerte”.
Una frase que le decía
su abuelo de pequeño le vino a la memoria. Nuestra imaginación es la que ve, no
nuestros ojos. Y entonces, cerró fuertemente los ojos y deseando que Dios
realmente existiera con todas sus fuerzas, los volvió a abrir. Pero a pesar de
todo seguía en la parte trasera de aquel coche de policía, y aquel mensaje
seguía iluminando su oscuro silencio. Suspiró de nuevo, se aflojó el nudo de la
corbata y comenzó a preparar su plan.
Natalia
Ruiz Beltrán 1ºBHCS
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