CONCURSO LITERARIO, CURSO 2018/2019


1a CATEGORÍA: 1o y 2o ESO

A dar un paseo
Las cosas podrían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron
así, de esta extraña e inusual manera.
Ese día despertaste cuando el sol empezaba a salir porque una pesadilla te alteró. Como
era pronto decidiste que saldrías a pasear. Después de peinar y trenzar tu pelo rojo,
asearte y mirarte al espejo para apreciar tu piel ligeramente morena, tus idílicas
facciones y tus ojos del color del mar, bajaste a la entrada de tu casa, te despediste de tu
joven madre y saliste a pasear.
Si hubieses ido a caminar por el pueblo las cosas habrían cambiado mucho, pero ese día
el bosque te parecía encantador, por lo que seguiste caminando. Te detuviste para
observar esa vieja casa rodeada de árboles frondosos y destartalada, que era el hogar del
hombre a quien todos llamaban loco en el pueblo. “El loco” salió del interior de la casa
y te gritó:“¡Hoy los cantos de los pájaros anuncian la catástrofe, el cielo pronto se
nublará!, ¡el bosque quiere estar solo, vacío, desierto o como quieras decirlo, eso da
igual, no entres en él!”. Sus palabras no te alteraron, pues él siempre decía cosas así. Esa
mañana el cielo estaba despejado y los pájaros cantaban igual de alegres que todos los
días a tu parecer. Tú le respondiste: “Gracias por la advertencia”. No esperaste su
respuesta y seguiste caminando hacia el bosque.
El sendero del bosque seguía igual desde que tú pasaste por él la primera vez, era ancho,
pero la maleza empezaba a invadirlo ligeramente; era de tierra negra y tenía piedras de
extrañas formas a los lados. Tardaste poco en llegar al final del sendero, donde había un
pequeño lago con una islita en el centro, que estaba ocupada en su totalidad por un
sauce llorón el doble de alto que tú y muy frondoso. Cuando sentiste un cosquilleo en el
estómago recordaste que no habías desayunado y miraste a tu alrededor en busca del
sendero para volver a tu casa, pero en su lugar solo había árboles y hierba.
Entonces miraste angustiada a tu alrededor hasta que sentiste que te estaban observando
y por razones que nadie, ni siquiera tú conoces, te giraste directamente hacia el árbol
que se encontraba en el lago. No había nada en las ramas o raíces de ese gran árbol, pero
al ver el reflejo de este en el agua sentiste que el aire se escapaba de tus pulmones para
nunca volver a ellos, que se te helaba la sangre y que tu corazón dejaba de latir. En el
reflejo del agua viste a un niño de tres años, rubio, cuyos ojos parecían retener dos
lunas, sentado en una de las raíces del viejo árbol. El niño tenía la cara cubierta de un
líquido rojo. Pensaste que era sangre y tenía las manos cerca de la boca, mientras
mordía algo que parecía no ser muy tierno. Entonces a él se le cayó lo que estaba
comiendo y al existir solamente en el reflejo no supiste dónde acabaría. La comida del
niño al llegar al límite del reflejo salió a flote en la superficie del lago. Te asqueaste y
horrorizaste al observar lo que había estado comiendo el niño, era una serpiente.

Cuando volviste a centrarte en el lago, el niño ya no estaba en el reflejo, sino encina de
la isla en otra raíz diferente del árbol comiéndose el resto del reptil. Al terminar de
comerse el animal pudiste ver sus afilados dientes y su macabra sonrisa. Después el
niño levantó la mirada tan lentamente y con los ojos tan abiertos que parecía estar
asustado. Tú te preguntabas qué es lo que podía aterrorizar de tal manera a ese
espeluznante ser, cuando sus ojos se fijaron en ti te sorprendiste, pues parecía que él
estaba asustado de ti más que tú de él.
Cuando saliste del laberinto, que eran los ojos del niño, el cielo se había nublado; y
recordaste las palabras del “loco”. Te giraste y viste que detrás de ti había tres caminos,
sin pensarlo mucho corriste por el camino del centro, el cual era igual al sendero que te
llevó al lago. Mientras más avanzabas por esa senda más cambiaba, las hojas de los
árboles se volvían naranjas gradualmente y cuando el camino se ensanchó llegaste a un
claro con una gran piedra en el centro, hojas naranjas, marrones y doradas en el suelo.
Pero la tranquilidad duró menos que una mentira incoherente de un niño, pues una gran
araña apareció por el camino que tú misma usaste para llegar y avanzó hacia ti. Tú
subiste a la roca con la esperanza de que la araña no pudiese escalarla, pero ella con sus
largas y peludas patas saltó encima de la roca y te alejaste de ella sin darte cuenta de que
te acercabas al borde de la piedra. Cuando perdiste el equilibrio y caíste hacia atrás
esperabas que las hojas te amortiguaran la caída mientras la araña te mordía, pero
ninguna de las dos cosas pasó.
Cuando abriste los ojos de nuevo te encontrabas en la orilla del lago, te levantaste y
giraste la cabeza, viste que los tres senderos seguían allí, decidiste ir por el de la
derecha. Al igual que ocurrió en el camino anterior este cambiaba, los árboles
empezaron a congelarse gradualmente y a perder hojas; y cuando el camino se estrechó
llegaste a un claro nevado. Como ya parecía ser costumbre algo alteró tu momento de
paz, apareció un cartel enfrente de ti donde ponía: “la bête de gévaudan”. Te resultó
extraño que no hubiera alguna bestia allí, pero te arrepentiste de tu pensamiento pues
oíste unos gruñidos detrás de ti. No tardaste en correr en dirección opuesta a los
gruñidos, que parecían alejarse cada vez más, pero al darte la vuelta te sorprendiste al
encontrar un lobo más alto que tú y con el pelaje castaño oscuro con las fauces abiertas
preparándose para saltar sobre ti.
Cuando abriste los ojos estabas en el lago y decidiste ir por el tercer camino, esta vez la
vegetación no cambió. Después de andar por un minuto viste un manzano en medio del
camino. Puesto que tenías hambre de tanto correr cogiste una manzana, pero esta
resbalo y cayó en el agua. Te sentiste confundida al ver de nuevo el lago, pero esta vez
estabas sobre él, en un barco junto al niño rubio, que dijo: “Normalmente no mucha
gente llega hasta aquí, pero ahora tienes que volver hasta el mismo camino por el que
viniste”. No te fiabas de él y le preguntaste: “¿Por qué debería fiarme de ti?”. Él se rió y
me contestó mientras sus ojos se volvían rojos: “Porque soy un niñito encantador y los
niños no mentimos”. No le creíste, pero tampoco tenías otra opción, respiraste hondo y
pensaste en tu madre, mientras saltabas al lago.

Sentiste como esas gélidas aguas te empapaban, pero no te permitiste pensar mucho en
eso, hasta que llegaste a la orilla y saliste del lago. Miraste hacia atrás y solo quedaba la
barca vacía y tu reflejo en el agua, estabas pálida y con ojeras, algo que te pareció raro
pues las nubes se habían despejado y parecía estar a punto de anochecer. Creías que solo
habían pasado unas pocas horas desde que entraste en el bosque.
Después de ese momento dedicado a tus pensamientos, saliste corriendo por el sendero,
que resultó ser igual que el que cogiste esta mañana para entrar en el bosque, pero que
ahora parecía estar más invadido por las plantas de lo que tu recordabas. No tardaste en
llegar a la casa del “loco”, pero parecía más vieja aún; y cuando llegaste a tu casa viste a
una anciana muy parecida a tu madre sentada en la puerta.

Águeda Moratilla Espada. 2oE.S.O B

2a CATEGORÍA: 3o y 4o ESO

Esa voz...
Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron
así.
Eran las once y media de la noche. Mi corazón retumbaba fuertemente al ritmo de la
música, las luces azules y moradas me cegaban y me dolía la cabeza de tanto ruido.
Sabía que mis amigos se quedarían mucho más tiempo, hasta las dos de la mañana tal
vez, y yo ya estaba cansado de verlos bailar. Me despedí de una amiga y salí de la
discoteca, por fin.
Sentí un gran alivio al poder respirar aire fresco y sentir una suave brisa en mi cara. Ya
apenas se escuchaba la música de la discoteca, y mi corazón volvió a latir tranquilo. “¿Y
ahora qué hago yo?”, pensé. Lo más lógico me pareció volver a casa, así que comencé a
caminar.
Anduve unos diez minutos hasta llegar a la calle donde vivía. Iba distraído, tarareando
una canción de Oasis, mi grupo favorito, cuando escuché una preciosa voz femenina
cantando la letra. Miré hacia detrás y vi cómo una sombra desaparecía tras la esquina de
la calle. Fui corriendo para ver quién era, pero al doblar la esquina solo advertí la
presencia de un gato negro de ojos enormes y verdes mirándome fijamente, con
extrañeza. Me dio la sensación de que el animal pensaba que estaba loco.
Contemplé la opción de volver a casa, pero esa voz... Seguí andando. Busqué a aquella
chica durante casi media hora por las calles de alrededor, pero no había rastro de nadie.
Me rendí al poco de las doce, ya que estaba muy cansado. Llegué a mi casa y me fui a
dormir.

No la podía ver, pero la oía por todos lados. Se escondía entre las sombras y yo me
guiaba por su voz. No sabía quién era, pero quería abrazarla, darle la mano, escuchar su
melodía por toda la eternidad. Su voz me llevó hasta un callejón sin salida. Cantaba
cada vez más alto. De repente, aquella chica apareció de la nada, de espaldas. Me
aproximé a ella y posé mi mano sobre su hombro. Ella, todavía cantando, se dio la
vuelta lentamente, pero antes de que pudiera verle la cara una luz me deslumbró.
Me desperté sobresaltado y miré el reloj de la mesilla. Eran las diez de la mañana.
Deseé no haberme despertado para seguir soñando con aquella voz. Me levanté, me
vestí y fui a desayunar. Fue un sábado como cualquier otro, excepto por el hecho de que
no paré de pensar en ella ni un instante.
Sobre las doce menos cuarto, después de cenar, me acordé de que tenía que sacar la
basura. Bajé a los contenedores más cercanos, que se encontraban en la esquina donde
la noche anterior había visto aquella silueta misteriosa. Mientras tiraba la bolsa de
plástico sentí que algo rozaba mis piernas. Miré hacia abajo y descubrí que se trataba
del gato negro, que parecía buscar mimos. Me agaché y lo acaricié suavemente mientras
él ronroneaba. En ese momento me percaté de la belleza de aquel animal.
Hacía un poco de frío, así que me despedí del gato con una última caricia y me di la
vuelta para volver a mi casa. Empecé a tararear, como acostumbraba a hacer cuando
estaba tranquilo, y entonces volví a escuchar aquella dulce voz que acompañaba mi
canción. Esta vez, ni siquiera miré atrás. Corrí hasta llegar al portal y subí a casa.
Pensaba que estaba perdiendo la cordura. Me metí a la cama. “No pienses en ella, no
existe”, repetía en mi cabeza, pero era inútil.
Aparecí en el callejón sin salida. Estaba en frente del gato. Su pelaje negro brillaba a la
luz de la luna y sus ojos verdes parecían leerme la mente. La voz empezó a sonar,
cantando mi canción favorita: Wonderwall. Me senté en el suelo. Mi corazón latía al
ritmo de la canción, pero de una forma muy distinta a como latía en la discoteca. Estaba
tranquilo, mirando al gato. Sentí una mano en mi hombro, y una chica se sentó a mi
lado. No veía su cara, pero sabía que ella cantaba. Nos quedamos sentados en el suelo,
el gato ya no estaba.
Me desperté. Una clara luz matutina se colaba por la ventana de mi habitación.
Comencé el domingo tomándome un vaso de leche- no me gusta el café- y, acto
seguido, me tumbé en la cama para leer.
El día se pasó rápido. Leí, estudié, vi la televisión,... y, cómo no, pensé en aquella
chica. Ya no sabía distinguir entre los sueños y la realidad, pero tampoco me
preocupaba demasiado por ello. Me sentía feliz.
A las seis decidí salir a dar un paseo para despejarme. Tonos azules, naranjas y rosas
teñían el cielo de atardecer. Me dirigí hasta un parque cercano. El césped estaba
cubierto de hojas secas y los árboles brillaban naranjas por los últimos rayos de sol.
Entonces vi a una chica sentada en un banco pintado de azul. Desde la noche de la
discoteca, apenas había hablado con gente, y me apetecía compañía.

Me acerqué al banco y me senté a su lado. Ella no pareció extrañarse. Llevaba unos
cascos puestos.
-Hola. ¿Qué escuchas? -Le pregunté.
Entonces ella me miró y pude ver bien su cara. Su tez pálida, salpicada por algunas
pecas, contrastaba con su pelo negro y ondulado, que le llegaba hasta los hombros. Bajo
sus cejas finas y arqueadas destacaban unos preciosos y enormes ojos verdes, que
parecían leerme la mente.
Ella me ofreció uno de los cascos. Estaba escuchando una canción que me encantaba, y
ambos empezamos a cantarla, por lo que pude comprobar que era su voz la que había
escuchado en sueños y tras las esquinas. Ahora estoy realmente enamorado. No solo de
su voz, también de su forma de ser y de ver la vida. Y no sé por qué, pero ella también
está enamorada de mí.
Ella niega saber nada de esos hechos misteriosos, pero, desde que la conocí, no he
vuelto a ver al gato.

Irene Ceinos Riofrío. 3o ESO C

ACCÉSIT

Carta al idioma japonés
Las cosas podrían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo sucedieron
así, con un sencillo “¡Hola!” ¡Hola Japonés! ¿Cómo te va todo? ¿Siguen corrigiéndote
cada lustro los trazos de tus ideogramas para facilitar tu comprensión?
Lo sé, no me digas más, ya sé que los ideogramas, eso que el resto llaman “letras
chinas” no son creación tuya propia. Pero eso no quiere decir que no luches por
conservar una escritura por todos conocida como milenaria, y me consta que lo haces
con toda tu fuerza, con todo eso que la juventud llamamos kokoro.
Te dije en su momento que eso de enviar a la familia Fujiwara en misión diplomática
hacia la China Tang traería multitud de cosas nuevas, entre ellas un nuevo sistema de
escritura que dividiría a las masas entre dominadores y dominados. Cómo será que hasta
el budismo arraigó en tus tierras y se fundió con las deidades de cada una de tus islas.
Es igual, es imposible enfadarse contigo. Eres como un niño pequeño que corretea de
aquí para allá preguntando “¿qué es esto?”, “¿qué es aquello?”. Incluso en muchas
ocasiones me llegas a parecer como un caleidoscopio de diversas formas y colores, pero
de una belleza que me derrite el alma. No quiero sonar cursi, ¿sabes?, pero he de admitir
que cada día me gustas un poquito más.
¿Te acuerdas de aquella primera vez que nos conocimos? Fue curioso, la verdad. Yo era
muy pequeña y te encontré junto a mi hermano mayor; aunque en ese momento todavía
no te reconocía. Le estabas contando una de tus tantas aventuras situadas hace miles de

años. Le vi conmocionado, interesado e impregnado de tu sabiduría. Me acerqué tímida
hacia ti, y con gran curiosidad te pregunté: “¿Quién eres?”.
Ya en mi adolescencia quise adolecer de todas las virtudes, menos de la sabiduría, y en
una de esas tardes hablando con mi amigo Inglés, me dio por llamarte por teléfono para
que te pasaras un rato por mi casa y me hablases de ti. Me explicaste que no tienes claro
quiénes fueron tus padres, que desde temprana edad te dijeron que eras más parecido al

coreano que a otras lenguas, ¡ah! y que guardabas semejanzas con las lenguas malayo-
polinésicas. Hijo mío, realmente eres un quebradero de cabeza para los estudiosos y

lingüistas que finalmente se dan por vencido y abogan porque eres más una mezcla de
una lengua primitiva indígena de tus islas con influencia de otras lenguas.
Es más, mucha gente con la que comparto mi vida me dice, “¡Anda! ¡Si estás hablando
con tu amigo el Chino!” Y yo les respondo siempre “No se llama Chino, se llama
Japonés, ¡y es muy distinto al Chino!” ¿Te acuerdas de aquella vez que Inglés y yo te
defendimos de aquellos matones que se reían ignorantemente diciendo que eras lo
mismo que el Chino? Ya sabes, esa gente que se regocija en su ignorancia diciendo que
para ellos sois lo mismo. Me encantó cuando en aquella ocasión Inglés le dijo a uno de
esos tarados “Excuse me, my lord, I feel you have a wrong idea of my good friend
Japanese”.
¿Sabes una cosa? Estoy entendiendo poco a poco eso que me dijiste una tarde, de que
eres un idioma aglutinante. Vamos, que funcionas a base de lexemas con sufijos y
prefijos. Me estoy dando cuenta de que, contrariamente a lo que se piensa en general
por las calles, eres más sencillo de entender de lo que pareces. No entiendo por qué la
gente tiene tanto miedo de conocerte. Yo creo que eres un buen chico, aunque a veces te
pones un poco pesado con tus estilos de expresión llano y cortés, que esto no lo puedo
decir porque lo dicen los chicos, que esto sólo lo dicen las chicas, que no acentúe tanto,
que no es Castellano, que si las inflexiones, que si el tópico de oración...¿¡Se puede
saber por qué no usas sujetos?! No te imaginas lo sencillo que me lo pondrías usando
sujetos, pero no, ahí va él, nada de usar sujetos, sólo tópicos de oración.
Pero bueno, quiero que sepas que a pesar de la distancia, me estás ayudando mucho a
entender nuevas culturas, una nueva historia y nuevas virtudes, aunque también hay que
tener cuidado con los defectos que todos tenemos y absorber siempre lo bueno. Te he
cogido tanto cariño que tus silabarios no hacen más que dar vueltas y vueltas por mi
cabeza cuando sueño. Debo admitir que aprender tu silabario Hiragana me resultó muy
sencillo, puesto que son trazos suaves, delicados, hermosos y curvilíneos. Por eso le
llaman “La Escritura de Mujer”. No como el Katakana, que es más...¿cómo lo diría?,
¿tosco?, ¿bruto?, ¿anguloso? Es igual. Más me vale aprender los dos y al menos unas
tres mil “letras chinas” como vulgarmente las llaman, para que tú y yo podamos
entendernos. Para que de esta forma, pueda entender aún más el significado sobre tu
bandera, que tu círculo rojo no es un círculo, sino un Sol que se alza por Oriente, y por
eso llaman a tus islas el País del Sol Naciente.

Montserrat de los Ángeles Gómez. Pardo 4o C

Uxio
Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron
así. Y es que hay múltiples maneras de relatar una historia de amor y, por desgracia, la
mayoría de ellas no son breves. El corazón a veces es verdaderamente complejo y
explicarlo emplea algo más que dos páginas de espacio. No son muchos los que han
logrado exponer sobre un papel latidos, momentos, emociones y hacerlo con brevedad.
Y esos genios poetas no son precisamente hombres a los que yo pueda tratar de
equipararme. Con lo que contaré esta historia tal y como fue, lo que pasó de principio a
fin y el porqué de que ninguno de los implicados en ella pudo olvidarse jamás de ello.
Así que vayamos por partes. Os presento a Valeria, la implicada número uno. Es
morena, bajita, bastante delgada y su sonrisa solo inspira verdad. Hoy en día está casada
con Miguel, un tipo encantador, y tiene dos hijas. Pero me estoy adelantando a los
acontecimientos. No debería contar cómo es sino más bien cómo era. A Valeria le
encantaba mirar por su enorme ventanal al olivo que tenía en frente de su casa y
observarlo en las diferentes épocas del año. Luego se sentaba al lado del caballete de su
salón y dibujaba. Dibujaba a los gorriones que hacían nidos en la copa del olivo, a las
florecillas claras y diminutas que aparecían en las ramas del árbol en primavera, el
musgo que aparecía en el tronco de este en tiempos lluviosos, sus preciosas hojas
puntiagudas de las que caían, como verdes canicas brillantes, las aceitunas del hermoso
árbol.
Valeria no era muy amiga del exterior, ni de la gente. No era antisocial ni mucho menos,
tampoco le faltaban amigos. Pero al cumplir los dieciocho había comprado con los
ahorros de toda su infancia aquel modesto pisito, al lado de aquel inmenso olivo, como
ella soñaba desde hacía tiempo. Y una vez cumplido su sueño no deseaba más que poder
dedicarse enteramente a plasmar con lápiz y papel el ser de naturaleza que tanto
admiraba. A pesar de no ser suyo, ni siquiera de la urbanización en la que vivía desde
hacía 4 años, ella se había permitido la licencia de ponerle como nombre Uxio, el
nombre de su abuelo gallego, un hombre entrañable que se dedicaba a los olivos.
Todo cambió el día en el que a Uxio le crecieron unas hermosas aceitunas de un color
más bien morado en la parte trasera de la copa. Valeria las apreciaba entre las hojas pero
no podía verlas bien. Así que cogió su cuaderno de notas y un lápiz dispuesta a hacer un
boceto de esas aceitunas maduras y a punto de caer. Salió de casa corriendo, solo quería
dibujar inmediatamente esas olivas cuando vio a un chico que pasaba corriendo a su
lado. El chico llevaba ropa deportiva con lo que Valeria dio por hecho que se trataba de
un runner y siguió caminando. Pero la verdadera sorpresa vino justo después, cuando
Valeria tan concentrada en llegar al árbol cuanto antes no se fijó en aquella chica rubia
que corría detrás de aquel chaval como si le estuviera persiguiendo, con un vaso en la
mano y una pluma estilográfica en la otra. Y efectivamente, lo inevitable pasó: a los dos
segundos esta chica tenía derramado por toda la camisa lo que parecía ser café con
leche.
Pero un segundo, detengamos momentáneamente esta relato. Acabamos de conocer a
nuestra segunda implicada en esta historia, Esther. Es rubia, alta y tiene unos intensos
ojos verdes por no hablar de su inmenso y evidente atractivo. Nunca en mi vida he visto
una chica tan estéticamente perfecta como Esther. Hoy día cría sola a su hijo recién
nacido. Cuando esta historia sucedió ella no cumpliría la mayoría de edad todavía o la
habría cumplido recientemente y vivía con sus padres, aunque estos no paraban de
discutir y ella huía constantemente de su casa. Lo que más le apasionaba a Esther era
pasear y, sobre todo, fijarse en la gente a la que veía, en especial esa gente singular e
intrigante que le inspirara curiosidad y seguirlos hasta que se acabara el día: aquel chico
de la sudadera roja que escuchaba música con cascos de luces LED, esa adolescente de

pendientes de aro y abrigo negro que echaba a correr al llegar a la plaza, o esa abuelita
que, sin venir a cuento y sin motivo, le sonreía al pasar. Luego, por las noches, Esther
volvía a su casa y anotaba a esas personas interesantes y trataba de imaginarse que
escuchaba aquel chico, hacia donde iba esa adolescente o por qué sonreía esa mujer.
Esther no iba casi nunca al instituto pero sus padres ni se enteraban. Simplemente tenían
cosas más importantes en qué pensar. Una vez introducida la segunda implicada
podemos continuar.
-¡Lo siento, lo siento, lo siento! No pretendía mancharte, de verdad.
- No pasa nada. La culpa es mía por ir corriendo. Lo malo es que mi casa está muy lejos
y no voy a poder ir a cambiarme. No sé cómo he acabado aquí, estaba siguiendo a ese
chico y...
-¡Ven a la mía! Mi piso está en este edificio y si quieres te puedo dejar algo de ropa para
cambiarte. Además puedes limpiar allí la camisa si quieres.
Esther miró por un momento al chico que se alejaba.-De acuerdo- dijo- muchas gracias.
Valeria la acompañó a su piso, mirando por última vez a Uxio y a la oportunidad que
había dejado escapar de dibujar aquellas olivas que tan hermosas le parecían. Una vez
en su casa y cambiada la camisa por una bata verde oscura, Valeria se empeñó en invitar
a Esther a un café con leche, ya que le había tirado uno y a tomárselo juntas mientras la
camisa se secaba, propuesta que la segunda no pudo rechazar. Pero no os imagináis cuál
fue la sorpresa de Esther al descubrir el salón de Valeria y ver todos los dibujos de Uxio.
Y, evidentemente, alguien tan curioso como Esther no pudo quedarse callada y dejar
escapar a aquel ejemplar de persona. Así que Valeria le contó toda su historia y todo lo
relacionado con Uxio. Le explicó el motivo de que dedicara su vida entera a retratar a
ese olivo y le reveló que nunca pudo perdonar a sus padres que se fueran de Vigo, su
tierra natal, abandonando a su abuelo Uxio y no volvieran ni cuando este falleció.
-Desde entonces, siempre que pasaba cerca de este olivo soñaba con vivir a su lado y
dedicar mi vida a él. Es una especie de homenaje a mi abuelo. Y el irme de casa tan
temprano un tipo de venganza a mis padres por nunca regresar a Galicia- Valeria
suspiró. Nunca antes le había contado esto a nadie y por algún motivo, con Esther se
sentía especialmente cómoda. Pero a ella también le intrigaba esa chica. ¿Por qué podía
estar siguiendo a aquel deportista? Valeria estaba dispuesta a preguntárselo pero Esther
se le anticipó.
- ¿Entonces nunca has dibujado nada más que a Uxio? ¿Nunca has pintado un retrato o
algo así? Lo digo porque tienes verdadero talento- preguntó Esther mientras admiraba
uno de los bocetos de Valeria. Esta historia, esta chica, y todo su pasado la habían
enamorado. ¡Era justo lo que llevaba buscando tanto tiempo!
- No. pero...- y Valeria dijo algo que jamás creyó que diría- podría probar contigo ¿no?
Siempre hay una primera vez.- cogió su caballete y comenzó a retratar los bellos rasgos
de Esther- y mientras tanto... ¿qué tal si me cuentas por qué seguías a aquel chico?
Y así transcurrió la tarde. Esther le explicó a Valeria su obsesión con la gente
interesante, con historias intrigantes y formas de ser curiosas mientras esta ponía todo
su empeño en dibujar el rostro de Esther y que este quedara reflejado tan bonito como el
original, tarea que según Valeria pensaba “Es imposible. Es como tratar de dibujar la
luna tan brillante y bella como la original”.
Sin darse cuenta, Valeria también había encontrado lo que necesitaba, alguien con quien
no le diera miedo abrirse y alguien que pudiera robarle el pensamiento un momento y
apartarlo de Uxio. Cuando terminó el dibujo le hizo una seña a Esther para que se
acercara.
-¿Que te parece?- Murmuró Valeria. Y entonces Esther la besó dulce y suavemente,
como quien no quisiera que el beso acabara nunca. Valeria le devolvió el beso una vez,
y otra, y otra, y otra...

A la mañana siguiente, Valeria se despertó tarde y encontró una nota sobre la mesa.
“Mis padres se iban a preocupar. Gracias por la mejor tarde y la mejor noche de mi vida.
ESTHER.” Y un número bajo la firma. Valeria sonrió y, en ese momento, se acordó de
las aceitunas de Uxio. Corrió, nota en mano a ver si permanecían. El día estaba lluvioso,
la calle mojada, el cielo gris, y las olivas en el suelo. Valeria dejó caer la nota sin notarlo
pero cuando se quiso dar cuenta esta estaba empapada y el número de Esther borrado.
Dicen que a veces las decisiones más duras de tu vida te impulsan a casualidades
maravillosas y este fue un caso. Valeria y Esther no se volvieron a ver. Ahora Valeria
está casada y tiene dos hijas: Violeta y Oliva, aquello que perdió dolorosamente y que
supuso la mejor decisión de su vida. Se dedica a vender sus propios cuadros y le va muy
bien. Esther, harta de la situación de sus padres, se marchó de casa y escribió un libro
que se hizo Best Seller llamado Historia entre ramas. Hoy cría sola a su hijo Uxio. Y,
mientras, yo, aquel olivo que vio aquel amor casual ocurrir en una sola tarde, y que,
como árbol, viviré más que cualquiera de vosotros, aún sigo aquí, contemplando las
historias que ocurren a mi alrededor pero recordando para siempre aquella que me dio
por nombre Uxio.
Jimena Cuevas Balenzategui. 3oESO B

3a CATEGORÍA: BACHILLERATO.

¿Será el azar?

Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo,
sucedieron así. Resultaba curioso cada vez que lo pensaba. Era como si todos los
elementos que componían su vida se hubiesen puesto de acuerdo para acabar con ella en
unas pocas horas. “Está claro que debe de existir algún tipo de fuerza mística que haya
dispuesto todo cuanto me afecta de esta manera”, se decía. “No puede ser Dios, yo soy
un ateo convencido, pero tampoco puede ser el tiempo, que no tiene razón de ser”.
Apretó los labios adoptando una actitud reflexiva mientras conducía su viejo y
resplandeciente Cadillac negro de 1960. “Mmmm..., creo que ya lo tengo. ¡Es el azar!”.
Y rebajó la tensión de sus labios para volver a centrar toda su atención en la carretera.
“El azar lo explica todo. ¿Por qué me ha dejado mi mujer hoy? ¡Por azar! ¿Por qué me
han despedido hoy del trabajo? ¡Pues por azar también! ¿Y por qué me he caído en un
charco de barro al salir de la redacción del periódico? ¡El azar es la respuesta!”. Y una
sonrisa de pánfilo conformista que él hubiera detestado de haberse visto en el espejo, se
dibujó en su rostro.
En tanto que su mente divagaba en estas curiosas reflexiones, el sol comenzaba
ya a ocultarse entre las rocosas montañas del horizonte y sus rayos desprendían una leve
luminosidad entre rojiza y anaranjada por el paisaje desértico. “Ah... cómo me gusta
conducir por el desierto”, pensaba ahora. “Es como vivir desde dentro todas esas viejas
películas del oeste que veía de pequeño”. Y mientras su imaginación se esforzaba por

remitirse a nobles pistoleros, pobres y maltratados indios y damiselas en apuros con la
cara de Olivia de Havilland fruto del ingenio machista de algún guionista yanqui, la
realidad se presentaba terrorífica en alguna zona del hemisferio izquierdo de su cerebro.
Pero las fantasías duraron poco. Un enorme camión de cemento, conducido por
un tipo obeso y de expresión grosera que fumaba al volante mientras escuchaba una de
esas espantosas y pegajosas, que no pegadizas, canciones latinas en la radio, avanzaba
en su dirección por el carril contrario. “¡Qué ser tan mediocre!”, opinó para sí. “¡Y qué
alta lleva esa horrible música!”. Afortunadamente para él, el otro vehículo no tardó en
pasar a su lado y desaparecer de su vista. “¡Menos mal!”, se dijo. “En realidad me da
pena. Seguro que no le espera nadie en casa”. Pero entonces algo extraordinario sucedió
en su cerebro. Llámenlo sinapsis prodigiosa o revelación espiritual, pero el caso es que
el conductor de aquel Cadillac se dio cuenta de que a él tampoco le esperaba nadie en
casa.
“Lo mejor es que yo también escuche algo de música”. Rápidamente extendió su
mano derecha y tomó un casete de su adorado John Denver del asiento contiguo. Lo
insertó en el reproductor del coche y, acto seguido, el Take Me Home, Country Roads
comenzó a sonar con su magnificencia y melancolía características. La canción logró
apaciguar sus pensamientos durante algunos minutos, pero, entonces, como buen
conocedor de la lengua inglesa que era, se dio cuenta de que la canción hablaba de la
nostalgia, el hogar y una mujer. Y, pese a estar acostumbrado a complejos procesos
deductivos y elucubraciones de toda clase, como animal primario que era (aunque le
pesase), pensó, precisamente, en la nostalgia, en su hogar y en su mujer.
Fue en ese momento en el que se dio cuenta de que llevaba conduciendo horas
sin rumbo fijo y de que los párpados de sus ojos comenzaban a cansarse. “Tendré que
buscar un lugar donde cenar y dormir”, concluyó, y tras cuarenta minutos más de
música country y carreteras perfectamente rectas, aunque no tan bien asfaltadas, llegó a
un local que era al mismo tiempo gasolinera, restaurante y prostíbulo, y cuyo letrero de
neón rezaba: “Aquí tenemos de too” mientras una eléctrica letra “d” yacía en el suelo
junto a un cubo de basura al lado de la entrada. Aparcó su Cadillac en una de las
múltiples plazas que quedaban libres y empujó la puerta del local, no sin antes
comprobar que estaba lo suficientemente limpia como para establecer contacto físico
con ella.
Nada más entrar el olor a mayonesa podrida atacó sus fosas nasales con tal
ímpetu que tuvo que andar tres pasos hasta la barra del bar para poder decir que se había
acostumbrado a tal aroma. Allí, una mujer barbuda de expresión grotesca, que de haber
nacido en el siglo XIX hubiera sido explotada en un circo ambulante, se acercó y le
preguntó qué deseaba tomar. El conductor del Cadillac echó un vistazo a la pizarra que
colgaba de la pared y en la que estaba escrita, con incontables faltas de ortografía, la
carta que componía el poco variado menú del local. Teniendo en cuenta que los tres
únicos platos disponibles eran una ensalada de ingredientes desconocidos, una
hamburguesa y una tercera opción imposible de descifrar gracias a la mala caligrafía,
nuestro protagonista optó por la segunda alternativa junto con un simple vaso de agua.

Mientras la barbuda regente del local se retiraba a la cocina, el conductor del
Cadillac decidió matar el tiempo observando a los personajes allí reunidos. Contó tan
solo tres mesas ocupadas y otros dos comensales en la barra, todos ellos con la mirada
clavada en una vieja televisión en cuya pantalla se podía ver a un banquero reconvertido
en político que aseguraba ser de centro y vociferaba en una tertulia supuestamente seria.
“Pobres ignorantes”, pensó. “Seguro que no entienden ni la mitad de lo que dice”.
En ese momento la señora barbuda volvió a entrar en escena y un plato de color
sospechosamente amarillento con una hamburguesa encima y un vaso de agua
aterrizaron frente a él. Y la expresión que adoptó en ese momento su rostro fue tan
sumamente demostrativa del asco que sentía que no pasó desapercibida para uno de los
dos clientes que también se sentaban en la barra. El pan estaba quemado, el filete a
medio hacer, las rodajas de tomate podridas y el queso brillaba por su ausencia. Tras
examinar el plato brevemente, decidió hacer caso omiso del mismo y, al oír sonoras
carcajadas a su espalda, se giró de nuevo hacia la televisión. El político había sido
sustituido por una serie de comedia, por lo visto hilarante al comprobar la reacción que
producía en la audiencia del bar, que mostraba una tierna escena familiar. Y fue
entonces cuando se dio cuenta de que todos los que se sentaban a la mesa en aquel
mugriento local estaban acompañados. Había personas envueltas en jocosas
conversaciones, parejas de jóvenes enamorados y hasta uno de los clientes en la barra
disfrutaba alimentando a su perro con las sobras de la cena. Mientras tanto, él estaba
solo. Con un elegante traje negro cuyo valor superaba la renta de muchos de los que
estaban allí, con un número seguido de muchos ceros en un documento bancario, con
una cultura y un saber inigualables, pero solo. Solo, al fin y al cabo. Y justo cuando una
lágrima pretendía escaparse de la inquebrantable fortaleza de sus fríos ojos, se acordó
del otro comensal en la barra. Se giró hacia él y contempló, satisfecho, que tampoco se
encontraba acompañado.
-Una noche solitaria, ¿eh? – le preguntó con una ligera sonrisa.
-Hable por usted, amigo – respondió el hombre, y señaló al servicio de señoras.
En efecto seguía estando solo. Y no, eso no lo podía explicar el azar.


Marcos Caballero de Mingo.1aBHCS B

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